Lo que para otros puede ser una obviedad, a mí deslumbra. Hablo de la capacidad para escribir textos que se ajustan a la idea que todos tenemos de lo que es un cuento. Algo que exige destrezas múltiples: construir tramas, crear climas, calibrar personajes, saber cuándo es tiempo de bajar la persiana. Me admiran mucho los buenos cuentos. Y Analía Mastrodicasa, que nació en la ciudad de Buenos Aires pero vive en el conurbano desde los seis, es contadora por la Universidad de La Matanza y de eso trabaja, Ana, silenciosa, escuchadora, que se acercó al taller hace algo más de dos años con una afición de siempre por leer pero sin haber escrito nunca, fue desenvolviendo una personalidad como cuentista que se sale de la tabla.
Sol Dellepiane
Tanto ni tan fuerte
Sami llamó a Maru y le dijo que iba para su casa a tomar unos mates. Necesito contarte algo, dijo y antes de que Maru preguntara, cortó. Agarró la bicicleta de Nacho, que usa desde hace meses como medio de transporte. El nene dice que ya está grande para andar en el pedaleo por el barrio, prefiere caminar o tomar el colectivo.
Agarra el camino habitual. Le parece tranquilizador, como si el paisaje ofreciera alguna especie de droga que le apacigua los pensamientos oscuros. Mientras avanza se fija en las copas de los árboles, en el cantito de los pájaros que mueven las ramas.
No terminó el escándalo de la cadena frenando sobre la vereda que se abre la reja. Cómo la maltrato, ¿no?, dice Sami. Maru no la escucha o finge que no la escucha. Está parada en pose de revista junto a la puerta, el control remoto en la mano. Pantalón beige, camisa blanca y un chaleco tejido naranja. Son las cuatro de la tarde. Sami hace cuentas para calcular cuánto hace que Maru llegó a su casa. La cara parece recién lavada y lleva el pelo trenzado con una prolijidad que fastidia. El único signo de que su día laboral terminó son las crocs con corderito. A Sami le encantaría tener unas iguales. A las que se compró en la feria de Ituzaingó no las puede usar del olor que despiden.
Sami intenta una sonrisa. Maru sacude la mano como apurándola. Al pasar, Sami alcanza a verse reflejada en los ventanales. La cara redonda, colorada y brillante, los pelos enredados a los costados, las ojeras que le llegan a la base de los cachetes. Estoy hecha un desastre, dice mientras da un beso casi en el aire y pasa. Sigue hasta el garaje para dejar la bici. Cuando vuelve pide perdón por la huella oscura que dejó en el piso y que parece dividir el living en dos. Va a la cocina y se sienta en la silla de siempre, la que mira al parque. Ella vive en un departamento en el centro de Morón. Desde la ventana de su cocina ve el pulmón del edificio de seis pisos, las paredes grisáceas por la falta de mantenimiento y los marcos de las ventanas corroídos por la humedad como ojos tristes que la observan desde lejos.
¿Todo bien?, pregunta Maru. Ahí andamos, contesta Sami. Luego hace un comentario sobre el tiempo, la ropa que no se seca y el gas que está cada día más caro. Le pregunta a Maru a cuánto le subió la factura. No sé Sami. Maru se da vuelta y llena con agua la pava eléctrica gris cromo. Abre y cierra cajones en silencio. Sami no sabe qué hacer con tanto ruido sin palabras, ese vacío pesado, y se pone a hablar de los vecinos que están construyendo en el terreno de al lado. Se pusieron una pileta con jacuzzi que se ve desde todos los departamentos, ¿quién puede meterse a una pileta con toda esa gente mirando?, dice. Maru contesta con un sonido que le sale desde la garganta. Hace eso cuando el tema no le interesa. Pero Sami continúa con lo del vecino y la pileta y la sombra del edificio en todo el terreno después de las cuatro de la tarde. El agua debe estar siempre helada, dice ahora. Maru saca un paquete de bizcochos y sirve algunos en una bandejita blanca de cerámica con forma de hoja. Qué preciosura, piensa Sami. El buen gusto de su hermana para los adornos, la decoración, la combinación de colores. Le encanta el contraste del blanco con el beige del mantel.
¿Y entonces?, dice Maru con un cansancio aplastante, y se sienta como si su cuerpo quisiera combatirlo. Si supieras todo lo que me está pasando, dice Sami. Chupa la bombilla con fuerza, se quema la lengua. Se levanta rápido y va hasta el baño. Escupe lo que queda del sabor amargo en la boca y no puede evitar el espejo. Se moja la cara y se pregunta si no será una señal para callarse la boca. Hay palabras que, cuando se liberan en ambientes cerrados, toman dimensiones desproporcionadas y aplastan los cuerpos contra las paredes. Ya las dijo antes pero ahora es diferente. Son más reales de lo que fueron. Una incomodidad le anuncia que esta vez es la definitiva. Se seca con una toalla y vuelve a la cocina. Maru está con el celular en la mano y no lo suelta hasta que Sami vuelve a sentarse. Ceba otro mate. Ya no quema, dice y se lo deja cerca.
El silencio en el que se sumerge la casa es nuevo. Sami pregunta por Sofi, que debería estar con los dibujitos animados en el sillón de la tele. En la casa de una amiga, Maru contesta metiéndose un bizcochito entero en la boca. El teléfono de Maru vibra. Tengo que contestar, dice y sale al jardín. Sami ve a su hermana moverse de una punta a otra del ventanal y por momentos escaparse de su vista.
Desde algún rincón de la casa le llega un perfume, ¿es canela o vainilla? Sami se levanta y camina hasta el living. Pasea los ojos por las fotos de viajes que hicieron Maru y su cuñado cuando eran unos pibitos, los recuerdos que trajeron de diferentes países ordenados en una repisa, los trofeos de patín de Sofi. Piensa en Nacho y en lo mucho que le hubiera gustado mandarlo a hacer deportes, anotarlo en competencias y sacarle fotos con una medalla dorada.
En una casa como esta Sebastián no se quejaría de la falta de espacio y del despelote que tenemos en todos los rincones. Compraría una biblioteca grande, una que ocupe toda la pared frente a la puerta. Sami estira los brazos como tomando las medidas. Entrarían todos los libros y los cuadernillos del trabajo de Sebas y los de leer y los de Nacho del colegio. Le compraría la computadora y un escritorio canchero para que estudie en la habitación. Cierra los ojos y trata de reconstruir el tamaño de la habitación de Sofía. Ella no tiene escritorio, todavía no lo necesita, Sami piensa en el espacio entre la cama y la pared de enfrente. Sí, quedaría bien, y así Nacho estudiaría tranquilo y sacaría mejores notas. La casa hace la diferencia, y un auto. Nacho no tendría tantas llegadas tarde por la frecuencia fluctuante del colectivo. No tendríamos problemas. No pelearíamos tanto ni tan fuerte.
Maru entra por el ventanal del comedor. Cierra y vuelve a la cocina. Sami también vuelve a la cocina. Maru ceba un mate y se lo toma como si fuera una adolescente y estuviera frente a la jarra loca. Sami le mira los ojos, dos aljibes antiguos y oscuros. Abre la boca para preguntarle por un souvenir del último estante del mueble del living. No se acuerda si es de un casamiento o de un bautismo, está segura de que tiene el mismo en alguna parte. Maru no la deja hablar. Me separé, dice, y Sami siente que le robó lo único que era solo suyo.
¡Qué genialidad, Ana! Me encantó.
Qué bien esas imágenes y ese finalazo. Te aplaudo. Te imagino observando todo y anotando mentalmente. Sos muy buena. Me encanta leerte acá ❤️ y mención aparte para las palabras de Sol, qué precisas, qué ciertas y hermosas. No me canso de decirlo: quiero el librooo.