A Emilia la conozco de antes y me encanta como escribe desde antes. Desde antes de pedirle este texto y desde antes de que hiciera el taller que dimos con Lula.
Es bahiense y vive en Buenos Aires. Junto con Marina Yuszczuk y Tamara Tenenbaum creó la editorial Rosa Iceberg. Escribió crónicas para medios gráficos durante muchos años y ahora se dedica a producir y escribir podcast en Radio Ambulante.
Emilia hace un tiempo que dibuja y sube lo que dibuja a Instagram, no me pierdo un posteo. Emilia dibuja como buscando algo. Este texto que van a leer ahora es un golazo por dos razones. La primera razón es la obvia y es que está escrito con sensibilidad y maestría y la segunda es la que me alucina y es que es un texto inspirado en la dificultad y la desesperación de llegar con un dibujo a un lugar imposible.
(Esteban Serrano)
Ricardo: las manos
A mi papá siempre le dolían las manos. Para calmar el dolor, empezó a tomar aspirinas, las sacaba de a dos del blister, las ponía sobre la mano izquierda mientras con la derecha sostenía una copita de soda. Después, en vez de ponérselas en la boca, las tiraba adentro, como una moneda a la fuente, y las bajaba de un trago, la copita de soda entera. Probó acupuntura, pero no le sirvió tanto, prefería las aspirinas y no le gustaban mucho las agujitas. Era un gigante, mi papá, pero no soportaba el dolor.
Laburaba con las manos. Ricardo, así se llamaba mi viejo, no era artesano, ni orfebre, ni obrero fabril: era periodista y tipeó a máquina todos los días durante 25 años. Después otros 25 en computadora. Lo hacía a dos dedos, los índices, con los que golpeaba las teclas con fuerza. Tac, tac, tac las palabras que escribía en las máquinas después salían por las radios de toda la ciudad, y algunas veces yo me las cruzaba de casualidad, cuando entraba en un kiosco o en un supermercado. Era como un acto de magia, escucharlo así, entre la gente. Mi papá está ahí, pensaba, hablando para mí.
La sala del informativo donde laburaba quedaba en un subsuelo, era un espacio amplio, como un aula, con una mesa larga en el centro y unas cuantas máquinas de escribir. Había papeles por todos lados, diarios, cuadernos, anotadores, y después, entrados los noventa, aparecieron las computadoras y las impresoras de matriz de puntos, que imprimían con un chirrido en los que ahora sé que se llaman formularios continuos. El ruido de la impresora tapaba el sonido de la radio que sonaba siempre bajita por un parlante. Mi papá escribía, imprimía y cada media hora subía una pequeña escalera -su cuerpo cada vez más grueso- para encerrarse en el estudio, frente al micrófono. Algunas veces me dejaba entrar con él. Yo me sentaba cerca suyo, y me concentraba fuerte en mantenerme quieta y muda. Y mientras él leía, miraba sus manos, cómo sostenía el papel entre el pulgar y el índice.
Se casó dos veces: es decir que dos veces se mandó a hacer un anillo de bodas. Cuando se divorció la segunda vez, se hizo otra alianza, esta vez de plata. Eran en realidad dos anillos pegados, y en uno hizo grabar mi nombre y en el otro el de mi hermana, con nuestras fechas de cumpleaños. En los dos casos se equivocó de día: a ella que cumple un 27 le puso 26, y a mi que cumplo un 16, me puso 17. Cuando murió me quedé con esa alianza, que me entregaron en una bolsita en la cochería. La enhebré en una cadenita y la llevé colgada del cuello durante unos meses y después la guardé.