Leslie es de Rosario pero vive hace treinta y dos años en Estados Unidos, es profesora en la Universidad de Houston-Clear Lake, y es lo que se dice, una académica. Sin embargo, no pide permiso para considerarse una escritora, no se justifica con que tiene otra profesión y que escribe cuando la rutina se lo permite. Todo lo contrario, lo usa a su favor. Leslie es parte del nuevo boom latinoamericano de mujeres fuertes, narradoras excelentes y comprometidas con el otro social. En cada uno de sus cuentos —también en el que van a leer— ella vuelve al lugar donde nació. Desde allí escribe lo que perdió, lo que perdemos todos en el pasado, lo que fuimos y dejamos de ser: el río, las heridas, la niña; el nervio vivo de su narrativa.
(Sebastián García Uldry)
Números, montañas y Papá Noel en la pared
En el verano, mamá dice que hace mucho calor para ir al río. Sé que está cansada de limpiar la casa y cocinar y por eso nos manda a dormir. Papá dice que a la hora de la siesta las niñas no tienen que andar en la calle porque sale el Pombero y se las lleva. Una noche, en vez de que papá me leyera el Marín Fierro, sacó un libro, Mitos y Leyendas de Misiones y me contó sobre el Pombero. Yo no creo en nada de eso, pero es verdad que a la hora de la siesta el barrio queda vacío. Un mediodía, pasada la una, me mandaron al quiosco a comprar una gaseosa. Un hombre, de los que construían los desagües en los pavimentos nuevos, me empezó a abrazar por atrás mientras levantaba mi vestido. El kiosquero nos miraba y sonreía, yo también, creo que por educada. Cuando pude escabullirme de su olor tan feo, le vi los dientes. Eran como los del dibujo del Pombero, grandes y manchados. Los ojos eran vidriosos, pero no usaba el sombrero de paja grande. Por eso a la hora de la siesta, me quedo quieta en mi cama, mirando el techo. Durante la semana, mamá duerme en el living. Sábado y domingo, a veces papá y mamá duermen en su pieza. Una vez dormían la siesta juntos, abrí su puerta, mi mamá estaba arriba de mi papá, boca abajo, pero mirando para el lado de la puerta, al revés que mi papá. Me miró sorprendida.
Aunque sea verano, en mi pieza siempre hace un poquito de frío. Será porque es la más alta y oscura de la casa. Tengo una ventana chiquita que da a la terraza. Hace poco pusieron frente a mi cama, contra la pared del ventiluz, una escalera de metal que sube a la habitación de mi abuelo. Él hizo esta casa. Yo lo acompañaba y veía cómo hacía la mezcla de cemento en un balde de metal. Con una espátula la tiraba como un cintarazo contra los ladrillos, que poco a poco iban armando una pared. Estaba haciéndose su cuarto en la terraza para no dormir con nosotras.
Mi pieza está pintada de rosa. Acá somos todas nenas. Yo soy la mayor y dos más. Ellas viven, quiero decir, duermen en una habitación con puerta a la mía, que también hizo mi abuelo. Yo antes dormía ahí, pero mamá me mudó para dársela a mis hermanitas. Igual no quiero que me metan con ellas. A la noche quieren la luz prendida, una pide agua, otra el chupete, otra sueña y habla, la otra llora. Además, se hacen pis en la cama y odio ese olor que queda. Cuando tengo que ir al baño, me espero hasta que no doy más y me levanto. La otra noche buscaba la puerta a oscuras. La madera era suave. Busco a ciegas el picaporte, encuentro una llave que al tocarla se cae. Ahí me di cuenta que era el placard.
El placard es de pared a pared. A cada lado tiene dos puertas altas y alargadas, donde mamá guarda colgada la ropa de invierno. A mí me encanta abrir el lado derecho que tiene el tapado de piel. Mamá me dijo que es de nutria. Yo me meto adentro para acariciarlo y apoyar mi cara, sin que ella me vea porque dice que se arruina. Del lado izquierdo hay vestidos. En el centro hay dos puertazas, gordas y anchas, donde se cuelga la ropa de mis hermanitas y mía. Abajo hay ocho cajones, cuatro y cuatro. Son muy pesados. Yo los abro porque ya tengo diez años, pero mis hermanitas no pueden. Mi mamá le dijo a mi papá que va a llamar al carpintero para terminar de construir un placard arriba del placard. Va a duplicar el espacio, dijo.
La pared que se ve arriba del placard no es rosa como el resto de mi habitación, si no gris cemento. Hay manchas color carbón o cambá, como papá llama en guaraní a todo lo que es negro. Algunas parecen números. Veo el número uno y me pregunto, el uno, ¿es femenino o masculino? El uno me dice que es hombre, por ser el primero, el que manda, el más importante. Tiene sentido, pienso. ¿Y el dos? “Por favor, ¡yo soy una nena!” Me dice el dos. Y claro, todos los pares deben ser mujeres. Nos gusta andar de a dos. Somos amigueras, compinches. Ahora que pienso tendría que llamarla la dos. El tres dice que es nene, por supuesto, es impar. El cuatro es raro, porque es par, pero tiene fuerza de hombre. Cuando hablan de un tango dicen, “bailar al ritmo de un dos por cuatro”. El dos es la chica y el cuatro es el compadrito. ¿Podrá ser así? El cinco es definitivamente femenino, una mujer fuerte, una mujer que se la ha hecho moneda de cinco pesos, y después se junta con otras y hacen diez, quince, y sigue sumando. Es mujer y de las líderes. La seis también es mujer, es el número de personas en mi familia, tres nenas, mamá, papá y abuelo. Siete es hombre, el de la suerte. Nosotros vamos a ser siete porque mi mamá está embarazada y mi abuelo dice que es un varón. Mi abuelo nunca se equivoca en adivinar el sexo de los bebés. Los números en la pared son cambiantes. Igual yo siempre les pregunto lo mismo, ¿sos hombre o sos mujer? A mí me encantan los números, son siempre elegantes, trabajan con gente en empresas, como donde trabaja mi papá.
A veces en lugar de números veo montañas. Aquí en Rosario no hay montañas. No me acuerdo haber visto nunca montañas de verdad. En la esquina de la pared de arriba del placard y la del ventiluz, se ve a Papá Noel. Él está siempre. Papá Noel me cae bien, porque es como mi abuelo, gordo, blanco, excepto que mi abuelo no anda nunca tan abrigado. En verano anda con una camiseta sin mangas blanca y en invierno se pone un suéter finito arriba. Tiene pelo blanco, pero sin barba.
Por fin, mamá está haciendo ruido en la cocina. Pongo la mejor cara de dormida que puedo.
—¿Vamos al club? —le pregunto.
—No dormiste nada. Ponete la malla. Cuando se despierten tus hermanitas, vamos.
Mis papás me dejaron venir sola a Pasadena, a lo de mis tíos. Aunque es raro viajar sola, a mamá también la mandaban a que se vaya durante las vacaciones con sus abuelos. Aquí viven dos primos. Una prima de cinco, como la más grande de mis hermanitas. No me habla nada, supongo porque es tímida o no sabe castellano. El primo que tiene diez años, igual que yo, entiende cuando le hablo, pero contesta en inglés. Con él juego a los autitos. Hace montañas con su colcha. Las arma cubriendo sus piernas o las almohadas. Su pieza, es más oscura que la mía en Rosario. No tiene ventanas. Bueno en realidad tiene una ventana y una puerta que da a la peluquería de mi tía. Se nota que el salón es un agregado. Mi tía entra y sale por la pieza de mi primo como si fuera un pasillo para ir a atender a sus clientas. Veo cuando corta el pelo a las señoras. Son como en las series de la mujer biónica y el hombre nuclear. Me encanta el olor a spray cuando las peina. Aquí no se duerme la siesta y no hay manchas en las paredes que están revestidas de madera.
Vino un tercer primo que tampoco vive aquí. Él también vive en Rosario. Llegó unos días después que yo porque está en la secundaria y tenía que rendir unas materias. Tiene dieciséis años y es el más grande de los nueve primos, entre los de acá y los de allá. Yo soy la segunda más grande. La tía nos llevó a los cuatro a sacarnos fotos con Papá Noel, aquí le dicen Santa Claus. Tuve que sentarme encima de sus rodillas. Extrañé tremendamente a mi abuelo. Aquí, voy a la escuela para aprender inglés. Voy de mañana hasta la tarde. A la mañana cuando tomamos el autobús escolar, las montañas se ven claritas y cerca, como si estuvieran al lado. A la vuelta de la escuela, cuando bajamos del autobús, las montañas no se ven. Yo pensé que era por las nubes, pero no. Se llama smog, dijo mi tío.
Ahora son las vacaciones de invierno, así que nos quedamos en la casa. Mi tía sigue entrando y saliendo de la peluquería, para poner algo a cocinar. A veces nos lleva a comer una hamburguesa con papas fritas. Acá las comen con kétchup. Quedan ricas. A la hora de la siesta, mi primo grande quiere jugar a la lucha. Dice que él sabe karate. Yo puedo patear fuerte. El que se queja cuando le pegan, sale de la ronda. Me aguanto. Siempre quedo para el final. Me aplasta contra la alfombra que me raspa porque parece hecha de soga. Aún no he podido zafar de quedar mirando para arriba y él frotándose contra mí. Una, dos, tres, cuatro, hasta veintiún veces, le conté, con el mismo movimiento de arriba hacia abajo rozándome, sin tocarme con las manos porque las tiene empujando las mías contra el piso. No es el pombero que decía papá. Es mi primo mayor. No es petiso, es alto. No usa sombrero, sino un flequillo negro y lacio sobre los ojos medios chinos. No le afecta que lo patee, tiene dieciséis. El número dieciséis ¿es femenino o masculino? El uno en el dieciséis, ya sé que no le queda otra que creerse que tiene que salir primero. Pero yo soy diez y tengo el uno. También quiero ser primera. Lo que pasa es que tengo el cero ahí. El cero es útil si está a la derecha, para avanzar a la siguiente decena. Si está a la izquierda, lo insultan, un cero a la izquierda no vale nada, escuché. Si es por la regla de quién vale más, el dieciséis gana. Igual, en el dieciséis me decepciono con el seis, mejor dicho, la seis. La seis es familia, es la cantidad de integrantes en mi casa. Podría volverse de mi mismo equipo, y no unos contra otros. Otra vez me van a doler las muñecas de tanto que me las aprieta. La próxima vez le gano.
Taparon las manchas. Hicieron un placard como quería mamá, para guardar cosas. Se multiplicaron por dos. El nuevo está arriba del otro y llega hasta el techo. No me importa que no exista Papá Noel. Prefiero a mi abuelo de carne y hueso. Él cocina puchero los lunes y una pila de papas fritas los viernes. Se para atajando a mi mamá, mientras salgo corriendo cuando ella me quiere pegar porque le contesto mal. No hay montañas en Rosario. Las barrancas hacia el río se sienten altas al subirlas en bici, pero desde ningún lado se ven como montañas de verdad.
Allá en Pasadena era invierno. Aquí llegué y ya es verano. A la mañana ayudo haciendo la cama, escurro y cuelgo la ropa. Después del almuerzo, levanto la mesa y seco los platos. No duermo la siesta porque a las dos y media empiezo natación. Llamo a mi amiga. Si las dos salimos ni bien cortamos el teléfono, después de doscientos cincuenta y tres pasos, la encuentro en la esquina a una cuadra del club. La entrenadora dijo que mi mejor tiempo en crol es de veintiún segundos en veinticinco metros. Quiero bajar a quince. El quince nunca me quedó claro si es hombre o mujer. Es que el uno adelante me confunde. Pero la fiesta de quince es para las chicas, tiene que ser femenino. Voy a tener una en cinco años, dijo mamá. La número cinco es una mujer poderosa. A los quince haré una pileta de crol en quince segundos. Saldré primera.