Los personajes de los textos de Carolina Hughes manejan por autopistas donde manan las emociones hundidas tras la pax de los barrios cerrados. Con empatÃa y malicia, ejercen sus descubrimientos en la observación de lo mÃnimo, en los detalles concretos que dan flores melancólicas. Sus textos son testamentos bellos de todo lo que quedó atrás.
(Santiago Llach)
Nadia Comaneci
Por Carolina Hughes
Vamos por la autopista a Julianes. Asà le decimos a la casa de mamá, que queda en la calle Felipe Julianes y que es la misma donde crecÃ. Las casas toman los nombres de la calle donde están.Â
―Mamá ―dice Mateo―, ¿ponés música?
A Mateo le gusta el jazz. Le gusta salir a comer afuera. Le gustan los hoteles. Dice que quizás estudie hotelerÃa.Â
―Me gustan, mamá, porque cuando duermo siempre hay alguien despierto en el hotel.
Cada uno lidia con sus miedos como puede. AgustÃn, en cambio, les tiene miedo a los adolescentes de su colegio. A veces, cuando lo llevo al mediodÃa, su entrada coincide con el recreo de los de secundaria. No le gusta cruzar ese patio donde juegan al básquet. Yo creÃa que era inseguridad, su alta sensibilidad a algunas cosas. El viernes pasado lo acompañé de la mano hasta el patio de primaria. Le hablé de la confianza, de los chicos más grandes como compañeros de un mismo colegio, de un lugar seguro. Le di un beso y volvà por el patio donde los chicos de sexto año jugaban al básquet. Cuando sonreà pensando que la próxima vez se iba a animar a hacerlo solo me dieron un pelotazo en la cabeza. Un cachetazo de caucho, inesperado y torpe. Me sentà grande, muy grande de edad. Los miedos son sencillos. Los adultos los complicamos.
Los miro por el espejo retrovisor del auto. Los busco a cada uno en la esquina del asiento de atrás. Miran por la ventana. Camiones, fábricas de caramelos, rayas blancas en el asfalto, personas de perfil que van en autos a nuestra misma velocidad. Guardan imágenes sin darse cuenta. Recuerdos que van a adornar según la necesidad de cada uno.
Yo creà que habÃa visto a Nadia Comaneci en el Luna Park cuando era chiquita. Es una anécdota que cuento hace años. Comaneci fue la única gimnasta que se sacó un diez perfecto. Fue en las olimpÃadas del 76.Â
―Yo la vi cuando tenÃa siete años, vino al Luna Park.Â
Siempre me gustó la gimnasia artÃstica. Toda esa flexibilidad. El pelo atado impecable. La capacidad de volar.
Es un cuento que le interesa a muy poca gente. A mà me gusta porque no salÃamos a hacer muchos programas con mamá. Y ese dÃa fuimos juntas. También cuento que volvà a casa y agarré un tablón de madera que estaba en el jardÃn, lo puse sobre el pasto y me pasé toda la tarde haciendo medialunas y ejercicios de equilibrio, convencida de que tenÃa un futuro en el ambiente. Cada vez que terminaba mi rutina casera, saludaba con los brazos en alto, un poco curvados hacia atrás. Para un lado y para otro. El cerco verde y unas macetas con margaritas amarillas hacÃan de público y jurado.
Pero, asà como nunca fui gimnasta, parece que la rumana nunca vino a Argentina.Â
Me pregunto cómo armo estos recuerdos. Cómo los voy hilando a través de los años, agregando detalles incomprobables. El ruido del público en las gradas, el viaje en auto hasta el centro, el traje azul y negro con rayas doradas y rojas de Nadia.
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Ir llegando a Julianes no es lo mismo que llegar. Ir llegando es como el principio de una canción, como los primeros acordes que hacen que la cabeza empiece a seguir un ritmo. Es lo conocido por inercia.
Yo era flaquita, con el pelo marrón, lacio, muy lacio hasta los hombros. TenÃa el flequillo siempre un poco más largo de lo cómodo. TenÃa un camisón verde, el mismo que tengo puesto en una foto donde estoy viendo tele con papá en el sillón de gamuza marrón del living. TenÃa la cama de abajo de la cucheta donde dormÃa con mi hermana. TenÃa calcomanÃas pegadas en las puertas del ropero.
El cajón de la mesa de luz de mamá estaba lleno de fotos metidas en sobres amarillos que decÃan Kodak mezclados con dibujos mÃos y de mis hermanas más grandes. También estaba el libro El pájaro canta hasta morir, que un dÃa agarré e intenté leer y mamá me vio y dijo:
 ―Ese libro es de grandes. ¿LeÃste algo?
Muchas personas decÃan que parecÃa bailarina.
―¿Baila clásico? ―le preguntaban a mamá.
Era por la forma de pararme, un poco curvada.Â
―No ―decÃa mamá―. Es asÃ.
Era livianita.
―Etérea ―dijo un cura amigo de la familia que después dejó los hábitos y se casó.Â
Roberto venÃa a casa una vez por semana. Llamaba sobre la hora de comer y a mamá no le quedaba otra que invitarlo. ComÃamos en la mesa de la cocina. Papá y mamá estaban en una de sus separaciones. Roberto hacÃa algo con sus manos y las galletitas Criollitas. Las iba cortando en pedacitos a medida que las comÃa. A mamá esto le molestaba un poco porque no usaba un platito y dejaba muchas migas en el piso. Más tarde, después de ordenar la cocina, barrÃa el piso.
Mamá siempre barre. A la noche.
―Es mi terapia ―dice.
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Ahora mi mesa de luz se llenó de dibujos también, metidos entre un agua bendita, unos rascadores de espalda que eran de papá, un informe de audiometrÃa y algunos libros que empecé a leer y no quise seguir.
Hay cartas y corazones y monstruos de videojuegos que hicieron Mateo y AgustÃn. Algunos tienen la fecha atrás. Otros no sé si lo hizo uno u otro. No se los digo. No los puedo tirar.Â
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Julianes está igual. Sus paredes de ladrillos blancos. El techo de tejas coloradas.Â
Mamá infla los almohadones de los sillones cada vez que voy a visitarla. Yo le digo que no lo haga. Pero ella lo hace igual. En el fondo la entiendo porque yo a veces ordeno la casa cuando llamo a un pediatra a domicilio: es la necesidad de parecer normal.
Los chicos entran y van derecho al jardÃn. Yo saludo a la perra, dejo los bolsos con toallas, budÃn, cereales, jugo y agua. Viajo en auto con comida como si me fuera a perder en la mitad de la nada. Mamá me ofrece un té.Â
Salgo al jardÃn con la perra, que me persigue con una pelota de fútbol ya pelada. Me gusta estar ahÃ. Escuchar a los vecinos. Muchos construyeron casas nuevas, con ventanas como palcos sobre la pileta riñón. Perdimos privacidad. Los chicos se tiran de bomba y gritan tragando agua.
Yo me bañaba en la misma pileta. Jugaba al Marco Polo con mi amiga Belén. MetÃa a mi perro salchicha para que aprendiera a nadar con sus patas cortitas. La casa me trae olores de plancha al vapor de Kika y ruido de enceradora, mezclado con los ladridos del bóxer que vivÃa en frente. Y todavÃa cuando camino por el pasillo veo las piernas de papá recostado en su cama, viendo tele. Yo jugaba a poner la cortina del ventanal del living sobre el respaldo del sillón y ese lugar mÃnimo se convertÃa en casita. Llenaba el lugar de papeles viejos, una calculadora, un almohadón que hacÃa de cama y algo para comer.Â
Siempre estaba un poco en mi mundo, como todos a los seis o siete años. QuerÃa ser veterinaria medio dÃa y la otra mitad investigadora secreta. En el fondo sabÃa que no iba a soportar la sangre de un perro asà que me inclinaba más por una vida policial. Me regalaron una lupa, un bloc con lápiz y un libro de un perro investigador. Me gustaba observar y anotar lo que hacÃan los demás. Cuando salÃa a dar una vuelta manzana llevaba mis elementos de investigación. Si veÃa a alguien lo perseguÃa anotando sus movimientos.Â
Salió de su casa. Tiene llaves. Subió al auto. Se fue. Camina con un perro. Cruzo la calle. Se fue. Todas mis investigaciones terminaban igual porque no me dejaban cruzar la calle.Â
 La perra empieza a correr alrededor de la pileta, mordiendo agua y ladrando. Yo los miro con la rosa china atrás mÃo, que crece con fuerza gracias a Jack y Renata, los últimos perros enterrados ahÃ. Mamá se acerca con una taza de té en cada mano.Â
―Mamá ¿te acordás cuando fuimos a ver Nadia Comaneci al Luna Park? ―le pregunto cada vez más convencida de nuestra salida madre e hija.Â
 Mamá me da el té.
―¿Quién es Nadia Comaneci?Â
 Los recuerdos son asÃ, vienen de a cachos, en pedazos flotantes de cortinas color crema, olores a humedad en los bancos del colegio, piel de gallina en las sábanas frÃas del campo, el sol en la luneta de atrás en el auto, las uñas de mi perro caminando por el piso de madera. Y entre todas esas islas de memoria hay lugares vacÃos, de tiempo y espacio que lleno con trajes brillantes de gimnastas rumanas.Â