Cómo ser un lector de novelas decimonónicas: la clave secreta
La primera vez que leí a Gustave Flaubert pensé que ya no tenía sentido escribir. En Flaubert se hunde la cabeza y el texto habla: genera texturas y olores, y emociones espeluznantes. La inmersión en Madame Bovary es una sesión de buceo sin certificación: en una clase teórica de Literatura Francesa le dije a mis compañeras: “Soy esa, soy Emma Bovary”. Unos meses después, en la cocina de una casa de veraneo le dije a la mamá de una amiga que yo amaba las novelas del siglo XIX europeo. Me respondió que tuviera cuidado, porque las mujeres de su generación habían moldeado sus vidas afectivas bajo las narrativas de las grandes novelas. Y Flaubert es uno de esos artífices perfectos del siglo XIX: te agarra de la pollera y arrastra a las costumbres de provincias sin agua corriente y matrimonios arreglados. Si una ama al siglo XIX, inevitablemente lo trae tironeado a 2024, y se empiezan a confundir las palabras y registros como en una ficción desprolija (Kirsten Dunst fumando en el set de María Antonieta, la negación del racismo en Bridgerton). Pero… viajar en el tiempo siempre tuvo algo de antinatural. Las novelas decimonónicas pueden ser desafiantes: páginas y páginas con poco interlineado y palabras que no son las nuestras. Ante La Gran Novela, podemos desistir y leer sólo literatura contemporánea de pocas páginas. No está mal (pegarse con cinta scotch al tiempo presente también es una forma válida de estar en la literatura), pero si unx es un lector más o menos overthinker siente la necesidad de “leer los clásicos”. Antes de dormir, pienso: no leí a Dostoievski, nunca terminé La guerra y la paz, nunca me enganché con Dickens. Está esa declaración atribuida a Borges que dice que no hay que leer lo que no nos gusta. Si un libro te aburre, dejalo ir. No sé si estoy de acuerdo. Quizás lo que hay que dejar ir es la obligación lineal de la lectura. Los libros clásicos (por lo general centenarios) tienen cientos de años de lecturas uniformes encima. A la luz de una vela, bajo una farola de gas y en la luz eléctrica, alguien los leyó de principio a fin. Entonces, ¿por qué no leer Madame Bovary de otra forma? A los lectores del siglo XXI les propongo leer como se come una torta de casamiento a las cinco de la mañana: arrancando con los dedos trozos de bizcochuelo y devorando uno de los mejores dramas del siglo XIX. Podemos cortar sus 512 páginas en porciones, subrayar diálogos e ignorar otros, jugar al cadáver exquisito. Y los invito especialmente a leer la descripción de la torta de casamiento de Emma y Charles al principio de la novela. La torta más deliciosa fue descrita por Flaubert, y está en Madame Bovary.
(Violeta Olivera)
Pantalones Azules o Blue Jeans: todo lo contrario al vacío
“Pantalones Azules”, dice su contratapa, “es una novela de apariencia engañosamente simple”. Es un libro amarillo, chiquito, con un título que da la sensación de juventud: si tuviese que traducirla al inglés, le pondría Blue Jeans.
Algo perfectamente contemporáneo: dos jóvenes se enamoran en el verano, y dura pocas páginas. El nombre me lleva, como buena hija y del 2000, a The Sisterhood of the Travelling Pants. La leí así, como se ve una coming of age del 2008 o una temporada de Sex and The City.
Sola, en verano, en muy poco tiempo. Estoy tratando de no ser esa persona que recomienda una novela diciendo: la leés en una sentada. Cuando suelo leer algo en una sentada me queda una sensación de vacío profundo, casi sin gusto, como si hubiese comido muy rápido arriba del colectivo, llegando tarde a un lugar. Es corta, sí. Pero se lee cómo transcurre la trama; con placer, sin requerir ni mucho tiempo, ni mucha paciencia. Y deja otra sensación, algo así como todo lo contrario al vacío. Es una novela que te hace llegar a tu casa, que te sienta, y te pone a leer. Quizás sea porque el protagonista es detestable. Un jovencito porteño de familia bien, estudiante de arquitectura, activamente antisemita y nacionalista. Hay algo (todavía no sé qué) que igual me enternece. Pueden ser las palabras de su escritura, en realidad las de la autora, que nos hacen sentir que escribir es fácil como pensar, o cómo contarle una anécdota a una amiga. O puede ser que me sienta identificada con el chico de veintiún años que empieza a desandar el camino aprendido y a formar su propia idea del mundo. Julieta Venegas la puntea con 5 estrellas en GoodReads y escribe: “Su protagonista es un poco que lo quieres y lo odias, por traumado, por estar atrapado en su papel, por católico y reprimido, pero como el de Los Galgos, también te da cierta ternura, o no se qué.”
Sara Gallardo nos hace recorrer los escenarios de una Argentina en los sesentas terroríficamente parecida a la que conocemos hoy. Nos pasea por el centro de Buenos Aires con su barullo de farol y por el Tigre, que deja un gusto pegajoso y dulce. Hay algo más con esta novela. Todavía no lo tengo muy claro. Pero es algo que nos da el impulso de agarrarla, y poder estirar las palabras, y seguir leyendo un poco más.
(Clementina Lopetegui)
Violeta y Clementina son las editoras del fanzine Prófuga (@profuga___)
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