Marga forma parte de Uruguayos, el mítico grupo de taller que lleva más de diez años juntos. Desde que los conozco, escriben por lo menos tres o cuatro buenos libros por año, dignos de publicarse y ganar lectores, pero lamentablemente permanecen encerrados en documentos Word vigilados por las severas resistencias de sus integrantes.
Todos los que la conocemos esperamos la publicación de uno de los libros de Marga. Su prosa es ágil, divertida y profunda. Sin proponérselo, es una militante de la vejez jovial, moderna, con una vitalidad que desborda altura, conocimiento y una calidez que despeja cualquier intento de interpretación condescendiente.
Marga tiene un semblante serio. Cuando mira, observa. Hay que esperar a que sonría para saber que está todo bien. Ella sabe cómo llevar ese contraste a su literatura. Los que la conocemos sabemos cuánto se parece a lo que escribe. Ella está en su literatura. Mejor dicho: Marga es su literatura.
Sebastián García Uldry
Hablamos con Ariel de las coincidencias, del uso de las coincidencias como recurso deus ex machina en la construcción de las historias. Una profesora suya de la carrera de guionista legitimaba su uso. A veces, sin embargo, aunque sean verdaderas parecen poco creíbles, argumenté. Le conté la historia de una chalina que había querido comprarme una vez en Zara para usar sobre un traje para el casamiento civil de mi hijo mayor. Dudé un rato en la tienda y la descarté porque me pareció muy cara. Unos meses después fui a visitarlo a Nueva York y me encontré con la chalina tirada en la puerta del MoMa. La levanté en alto, giré sobre mí misma moviéndola un poco por si la dueña estaba cerca y, al final, la colgué sobre el bolso y seguí mi recorrido. A raíz de esa conversación y de la anécdota de la chalina de Zara, a la mañana siguiente me encontré pensando que no tenía recuerdos del primer viaje a NY con mi hijo, que ahora vive ahí.
Aquella misma noche de la conversación sobre las coincidencias, Ariel me invitó a que lo acompañara a las visitas guiadas a la Biblioteca Miguel Cané y a la vieja Biblioteca Nacional de la calle México y después a una lectura de poemas en la Fundación Borgeana. Eran actividades del Día del Lector en las que debía participar como parte de su trabajo. Fui con él. Al final del recorrido, a los concurrentes nos regalaron un catálogo de las obras que Borges donó cuando dejó la dirección. En el viaje de vuelta a casa, me puse a hojearlo en el subte. Lo más interesante del librito es la reproducción de anotaciones manuscritas de JLB en los márgenes de sus lecturas. Pero se me voló la cabeza cuando vi la portada de uno de los volúmenes cedidos. Le saqué una foto. Se la mandé en el momento a Ariel: “después te cuento”. Estuve el resto del viaje, la caminata a casa, pensando en cómo iba a escribir todo esto, todo de golpe, todo encastrado. Si pudiera ver ese ejemplar, revisar si tiene anotaciones. Si pudiera… ¿De qué año es " Funes…”? ¿En qué año escribió Luria su trabajo? ¿Y si yo hubiera descubierto algo?
Por de pronto, acababa de recordar el primer viaje con Pablo a NY. Él quiso ir a un recital de Sting. No sé si a mí no me interesaba en ese momento o era demasiado caro para mi presupuesto o ambas asimetrías, como decía la publicidad de Lutz Ferrando que sólo los viejos recordamos. Le dije, entonces, que yo lo esperaría paseando un poco por ahí para ir a cenar después. En la esquina del teatro encontré un local de Barnes & Noble. El día después del regreso a Buenos Aires, tenía que dar una clase sobre la memoria a los residentes de psiquiatría del Hospital Moyano. No había preparado nada. Y ahí, en un estante, de frente contra el resto de todos los libros de canto, estaba el que quería leer, el que necesitaba, el que era ideal para mi tema: The mind of a mnemonist, de Luria. ¿Todos sabemos que Luria fue un neurólogo soviético, no? Me pasé todo el viaje de vuelta leyendo y subrayando en el avión. Y a la mañana siguiente di la clase.
En el subte, empecé a calcular si Borges podía saber algo sobre S., el paciente de Luria, si acaso usó la historia para escribir Funes. El cuento es de 1948 y el libro de Luria es de fines de los sesenta, así que si supo de él no fue ésa la fuente. Pero S. era casi un fenómeno de circo, hacía presentaciones en clubes nocturnos y, seguramente, habrá habido algún artículo en algún diario, en alguna revista. Releí el cuento, revisé el libro de Luria, busqué rastros en la web.
S. se convirtió en caso de estudio a principios del siglo pasado y durante más de treinta años tuvo el seguimiento de Luria. El comienzo de todo fue en 1905, cuando S. tenía diecinueve años y trabajaba en un diario. El jefe de redacción se había ofuscado un día porque S. no tomaba nota de las reuniones de equipo. S. explicó que no necesitaba hacerlo porque recordaba todo y le repitió palabra por palabra lo dicho en el encuentro. El tipo lo mandó al laboratorio de Luria para que lo evaluara y le explicara cómo eso era posible. Si el dato del año fuera exacto, S. habría conocido a su examinador a la misma edad que tenía Funes cuando conoció al Borges de Fray Bentos.
Borges dice de Funes que sus “recuerdos no eran simples; cada imagen visual estaba ligada a sensaciones musculares, térmicas, etc.” Revisé el libro de Luria, los subrayados que hice en aquel viaje en avión. Encontré que "cada sonido del habla evocaba inmediatamente para S. una imagen visual impactante, pues tenía una forma, un color y un sabor propios y distintivos.” Y más adelante: "estas experiencias sinestésicas (...) dejaron su huella en sus hábitos de percepción, comprensión y pensamiento, y fueron una característica vital de su memoria.”
Las imágenes eidéticas de S. incluían también a los números, que para él estaban ligados a representaciones visuales y sensaciones físicas: “Para mí 2, 4, 6, 5 no son sólo números. Tienen formas: el 2 es más plano, rectangular, de color blanco, a veces casi gris. 3 es un segmento puntiagudo que gira. 4 también es cuadrado y opaco.” “Todos los números —dijo— tenían nombres, nombre y apellido, y apodos, que cambiaban según mi edad y mi estado de ánimo”.
También Funes tenía nombres para cada número. Así lo escribió Borges: "Me dijo que hacia 1886 -el año del nacimiento de S., dicho de paso- había discurrido un sistema original de numeración (…). Su primer estímulo, creo, fue el desagrado de que los treinta y tres orientales requirieran dos signos y tres palabras, en lugar de una sola palabra y un solo signo. Aplicó luego ese disparatado principio a los otros números. En lugar de siete mil trece, decía (por ejemplo) Máximo Pérez.”
"Aprender a olvidar” es uno de los capítulos de The mind of a mnemonist. S. tenía problemas para olvidar las series de números y palabras que debía memorizar en sus presentaciones ante el público. Para evitar algunas interferencias y superposiciones, ensayó algunas maneras de vaciar su memoria como imaginar que tachaba cosas escritas o que quemaba las listas con las que había trabajado. Lo que mejor funcionó fue el truco de cubrir mentalmente la imagen con una tela negra. Funes encontró, al final, una fórmula parecida. "Le era muy difícil dormir. Dormir es distraerse del mundo; Funes, de espaldas en el catre, en la sombra, se figuraba cada grieta y cada moldura de las casas precisas que lo rodeaban. (…) Hacia el Este, en un trecho no amanzanado, había casas nuevas, desconocidas. Funes las imaginaba negras, compactas, hechas de tiniebla homogénea; en esa dirección volvía la cara para dormir. También solía imaginarse en el fondo del río, mecido y anulado por la corriente.”
Aprender a olvidar también es necesario para pensar, dice Borges y por eso supone que su personaje no era muy capaz de hacerlo: "pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer” pero "en el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos”.
Ariel me recordó un ensayo de Nietzsche, "Sobre verdad y mentira en sentido extramoral”, en el que describe al lenguaje como el “poder legislativo” por el que “se ha inventado una designación de las cosas uniformemente válida y obligatoria”. "Toda palabra —dice— se convierte de manera inmediata en concepto en tanto que justamente no ha de servir para la experiencia singular y completamente individualizada a la que debe su origen, por ejemplo, como recuerdo, sino que debe encajar al mismo tiempo con innumerables experiencias, por así decirlo, más o menos similares, jamás idénticas estrictamente hablando; en suma, con casos puramente diferentes.”
Nietzsche le provee a Borges el argumento. Pero no sólo el argumento, también el ejemplo: "Todo concepto se forma por equiparación de casos no iguales. Del mismo modo que es cierto que una hoja no es igual a otra, también es cierto que el concepto hoja se ha formado al abandonar de manera arbitraria esas diferencias individuales, al olvidar las notas distintivas, con lo cual se suscita entonces la representación, como si en la naturaleza hubiese algo separado de las hojas que fuese la “hoja”, una especie de arquetipo primigenio a partir del cual todas las hojas habrían sido tejidas, diseñadas, calibradas, coloreadas, onduladas, pintadas, pero por manos tan torpes, que ningún ejemplar resultase ser correcto y fidedigno como copia fiel del arquetipo.” "Funes —recrea Borges—no sólo recordaba cada hoja de cada árbol de cada monte, sino cada una de las veces que la había percibido o imaginado.”
Son algunas coincidencias. Igual, todo esto ya fue dicho por otros menos suspicaces, creo. Cuando trabajaba en periodismo, se le decía “refrito” a un artículo que uno armaba tomando cosas de aquí y allá de diferentes notas que ya habían sido publicadas, o de cables de diferentes agencias de noticias. ¿Borges hizo un refrito? En todo caso, a su favor y aunque no me gusta hablar a su favor, recordé aquel inicio de una novela de Julian Barnes: “Juntas dos cosas que no se habían juntado antes. Y el mundo cambia. La gente quizá no lo advierta en el momento, pero no importa. El mundo ha cambiado no obstante.”