Mi descubrimiento literario en lo que va del año es Dino Campana, poeta italiano de principios del siglo XX, famoso por sus Cantos órficos y por estar bastante desquiciado. En una carta a su amigo, el también escritor Giovanni Papini, Campana dice “Pero si usted siente una clase cualquiera de necesidad creativa, ¿no siente que crece a su alrededor una energía primordial con la que hacer corpóreos sus fantasmas?”.
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Hace algunos meses, estuve viviendo por primera vez fuera de mi ciudad, de mi país, en otro continente. En la casa en la que estaba parando me sentía muy feliz, pero no dormía bien: tenía pesadillas todas las noches, me despertaba aturdida y agitada, escuchaba ruidos de motores insólitos a esas horas, gritos y movimientos de vecinos que durante el día eran siempre silenciosos. Me convencí de que había fantasmas y le pregunté a una amiga que entiende del tema qué pensaba que podía hacer. Me dijo que limpiara el piso con vinagre, que dejara un vaso con agua abajo de la cama. Que no me asustara porque esas presencias no suelen ser malas, solo un poco caprichosas y juguetonas. Y, al final, me dio una última sugerencia: “Si te animás, podés hablarles en voz alta y decirles que esta es tu casa y que no son bienvenidos, que se vayan”.
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Fantasmas. Pienso bastante en fantasmas. Como cualquier otra cosa que me atrae (los viajes, la escritura, algún que otro chico), me da a la vez mucho miedo. La protagonista de los primeros cuentos que escribía, cuando tenía doce años, era una nena fantasma. No era mala, tampoco necesariamente buena. Era solo curiosa: le gustaba entrar en otras casas y mirar lo que pasaba, disfrutar del poder de la incorporeidad, de estar en un lugar sin ser vista. Caprichosa y juguetona.
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Está gastadísimo el recurso de anotar en un texto los significados de una palabra que se busca en el diccionario, pero no me pude resistir. Fantasma viene del griego φάντασμα, que a su vez viene del verbo φαίνειν (phainein: brillar, aparecer, mostrarse, hacerse visible). Es un verbo amable, en principio, que en mi mente relaciono con la belleza y la felicidad de las cosas que brillan: estrellas, sombra de glitter, el sol multiplicado sobre las ondulaciones de un río.
¿Pero qué hay de tenebroso en eso que brilla, que se “hace visible”?
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En varias películas de fantasmas, muchas veces el fantasma no se ve; es un ente, una energía que habita una casa y que vuelve locos a quienes viven ahí. Hace ruidos, tira muebles, a veces deja mensajes escritos en espejos o paredes. En algunos casos, se apodera de alguno de los miembros de la familia y entonces es la misma persona, ese profesor de colegio, esa ama de casa, ese hijo medio extraño pero al principio inofensivo, quien de repente se vuelve terrorífico: bizquea, saca espuma por la boca, se mueve como electrificado. Es el fantasma que se le metió en el cuerpo, que lo domina.
Damián Ríos me dijo una vez que una historia, antes de ser escrita, te acompaña todo el tiempo, a donde sea que vayas. Vive en tu cabeza, acomoda todas las cosas que ves y escuchás para hacerte pensar en ella, se te aparece, te domina.
También me dijo que muchas veces escribir no se trata de controlar la historia, sino de encontrar la manera de dejar que te controle.
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Escribir como algo tenebroso: Agosta Kristof dijo que nunca pudo leer sus libros porque la herían, “tal vez sea porque me parezco demasiado a mi escritura seca, negativa, desesperanzada”. Y Lucrecia Martel, al hablar de sus personajes: “Escribo pensando en un monstruo de naturaleza desconocida”.
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De las historias de fantasmas también aprendemos que esos espíritus que quedaron a medio camino entre la vida humana y el inframundo lo hacen porque tienen asuntos no resueltos en el plano humano.
Escribir: ¿es tener un tema sin resolver? ¿Es estar entre dos planos, uno real y uno ficticio? ¿Es vagar de manera repetitiva, monstruosa, insoportable, alrededor de un par de asuntos, como se dice de las “almas en pena”?
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El típico disfraz de fantasma es el más fácil de hacer: solo se necesita una sábana blanca con dos orificios en el lugar de los ojos. Cuando visualizo este disfraz, pienso en dos cosas: el color blanco, un color familiar, aborrecido y temido por todxs aquellxs que pretendemos escribir. El color de la no-imaginación, del bloqueo, de la falta de palabras para expresar eso que está con nosotros, que nos domina, pero que no tiene cuerpo: el color de la página aún no escrita.
También pienso: dos orificios en los ojos. Ver sin ser vista, como la fantasma de mis cuentos.
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Este texto tenía que ser sobre consejos de escritura, creo, o sobre la experiencia de dar talleres. Me salió otra cosa, perdón. En realidad no tengo mucha idea de cómo escribir. Me sé algunos trucos que creo que funcionan para que un texto tenga más impacto, a veces, más sutileza otras veces, más “brillo”. Pero antes sabía otros trucos que terminé desechando, porque para mí los trucos son móviles y pueden tomar distintas formas, igual que los espíritus, igual que la magia.
Lidiar con los propios fantasmas es muy difícil, y reconocer los de otrxs puede serlo aún más. Creo que lo que intento cuando doy talleres es darles el antídoto, los conjuros necesarios para hacer corpóreos esos fantasmas, como decía Campana. La forma de acercarlos, de decirles: bienvenidos, esta es su casa.