Esteban Bieda: "Hablamos mal y, sin embargo, nos entendemos"
El autor de una traducción de Edipo Rey dice que el griego antiguo es una lengua viva.
¿Cómo y por qué te acercaste a la lengua y la cultura de la Grecia clásica?
Habiendo estudiado Filosofía, carrera cuyo nombre no está traducido, sino transliterado (la traducción sería algo así como “aprecio o amor filial por la sabiduría”), la lengua y la cultura griegas clásicas forman parte de mi ADN profesional. De todos modos, mi acercamiento más directo fue gracias a Victoria Juliá, mi maestra. Verla tan enamorada del mundo clásico y del acceso a ese mundo a través de la lengua me terminó enamorando a mí, tanto que se convirtió en mi forma de ejercer la docencia: en estos tiempos en los que cualquier información está disponible online, en los que se puede aprender casi cualquier cosa por YouTube, una de mis tareas principales como docente es intentar transmitir una pasión. En mi caso, la pasión por el mundo griego y por su lengua. (Casi) todos los datos están en Internet; pasión, en cambio, hay poca.
¿Podés darnos una lista de tres libros de autores modernos que recomendás para acercarse a ese mundo (y una breve justificación)?
No hace falta aclarar que sobran libros de diverso calibre y enfoque sobre el mundo clásico. Si bien, además de ser docente universitario, formo parte de lo que suele denominarse “Academia” (como investigador del CONICET publico artículos, libros, etcétera), no recomendaría exclusivamente libros de corte académico, sino también (fundamentalmente, de hecho), libros de quienes se vuelcan al mundo clásico con una perspectiva filosófica. Es el caso del primero, Lo que hace a Grecia (Fondo de Cultura Económica, 3 tomos), que contiene una serie de seminarios del filósofo griego (contemporáneo) Cornelius Castoriadis sobre diversos temas del mundo griego clásico. Si bien no son clases en vivo, se puede encontrar allí, además de interpretaciones más que interesantes y personales, algo de lo que decía en la respuesta anterior sobre la pasión.
El segundo libro es ya viejo, pero sigue teniendo una vigencia e importancia centrales: Los griegos y lo irracional, del irlandés Eric Dodds (Alianza). La razón es que aborda un aspecto de la Grecia clásica que no forma parte del imaginario habitual sobre ese mundo: la cultura griega, fundadora de la lógica argumentativa, de la simetría, de las ciencias, estuvo permanentemente amenazada por las acechanzas de lo irracional o de lo para-racional, en sus diversas formas (dioses, pasiones, emociones). Leída en esta clave, la historia del pensamiento occidental puede cifrarse en un intento por evadir aquello que, siempre transformado, jamás deja de acechar: el sinsentido, la impulsividad, las pasiones.
En tercer lugar, una propuesta más ortodoxa (para quien quiera algo más manualesco y tradicional): La invención de la filosofía (Biblos), del argentino Néstor Cordero. Con espíritu didáctico y buscando simplificar lo complejo, Cordero recorre los principales hitos del pensamiento clásico intentando mostrar cómo, dónde y por qué la filosofía fue inventada como, donde y por quienes fue inventada.
Me permito, por último, una cuarta recomendación: La lengua de los dioses (Taurus), de la italiana Andrea Marcolongo. No quería dejar de mencionarlo porque, si bien best-seller, es un libro que con mucha delicadeza, creatividad y profundidad permite un acercamiento a la lengua griega y sus particularidades. No hace falta saber nada de griego para poder leerlo y permite conocer la lengua en muchos de sus aspectos más interesantes y curiosos.
¿Por qué tradujiste Edipo Rey? ¿Qué descubriste de la obra en el proceso de traducción?
La aventura de traducir Edipo rey fue resultado de otra aventura previa: la adaptación y dramaturgia de una vieja versión de Alberto Ure y Elisa Carnelli para su representación en el Teatro Nacional Cervantes en el año 2019, con dirección de Cristina Banegas y con Guillermo Angelleli como Edipo. Después de que Cristina me convocara para el proyecto, tuvimos reuniones semanales de casi cuatro horas cada una, durante dos años, para leer el texto en griego, línea por línea, palabra por palabra, y, desde allí, darle forma a una versión teatral posible. Con “posible” me refiero a una versión que le hiciera justicia al texto original no tanto en lo que respecta a las transposiciones léxicas de términos entre las lenguas (modo tradicional -y ya bastante caduco- de pensar la traducción), sino respecto de su verdadero horizonte: la escena, la encarnación del texto en cuerpos concretos, el pensamiento sobre el espacio, sobre las miradas de los personajes que escuchan mientras otros hablan. Porque, si bien estudio estos textos hace años en el ámbito de la Universidad, estoy convencido de que los verdaderos herederos de las tragedias griegas (textos teatrales) no somos los universitarios, sino los y las artistas. Y no digo esto por decir: una vez que terminamos una primera versión con Cristina, hicimos algunas mesas de lecturas con potenciales elencos y tuvimos que cambiar decenas de cosas. Esto mismo volvió a ocurrir en los ensayos, porque algunos actores me decían “esto no lo puedo decir así”, afirmación frente a la cual poco importó el texto griego original: hubo que modificar la traducción hasta que se ajustara a la boca y cuerpo del actor. Entonces, una vez concluido este proceso, me quedé con ganas de hacer una traducción que intentara capitalizar esa experiencia teatral concreta y se me ocurrió poner el texto fuente en el lugar y función de esas demandas de los actores. Me refiero a aquello que dice Stephen MacKenna en una famosa carta de 1919: “nada puede servir mejor a los clásicos que las traducciones majestuosamente libres, acompañadas por el riguroso texto”. Una libertad en el castellano siempre enmarcada en el griego, pero teniendo siempre el castellano como horizonte. Esa fue la clave. Trabajando de este modo, pude descubrir una serie de escondrijos o tretas maquinadas por Sófocles que, sin una mínima libertad al momento de traducir, hubiesen sido letra muerta. Nombro solo una que, creo, resume a qué me refiero. En medio de la contienda entre Edipo y Tiresias -vínculo que comienza amablemente, pero que termina con toda clase de insultos cruzados- el adivino abandona la escena: “me voy porque ya dije aquello para lo que vine, no por miedo a tu máscara”. La palabra que traduje “máscara” es el griego prósopon, término que se suele traducir “rostro” o “gesto”. Sin embargo, también es el término técnico para referirse a la máscara de los actores en los teatros griegos. Si bien podría resultar anacrónico que un personaje rompa así la ilusión teatral, me pareció que, en una versión contemporánea, sí tendría una potencia mayor que el inerte “rostro”. Algo similar hice con dos parlamentos en los que el Coro, indignado por la pérdida de fe en los dioses, dice algo así como “ya no tengo por qué participar de este Coro”. Hay muchos otros ejemplos de esto.
¿Cuáles son los principales desafíos que encontrás a la hora de traducir del griego antiguo?
Habitualmente comienzo mis cursos de Griego filosófico en la UBA y en la UCES con dos afirmaciones polémicas: primero, “el griego clásico no es algo que se sabe, es algo que se estudia”; segundo, “el griego clásico es una lengua intraducible”. Lo primero hace referencia a que el griego no es una posesión completa, sino algo así como un préstamo, siempre provisorio y dinámico. Con respecto a lo segundo, cuando digo “intraducible” no me refiero a que el griego no se pueda traducir -de hecho, se lo traduce-, sino a aquello a lo que se refiere la filósofa francesa Barbara Cassin en su Diccionario de los intraducibes: “intraducible” es aquello que nunca deja de (no) traducirse. Como se ve, las dos afirmaciones se complementan. La intención de todo esto no es romper los frágiles corazones filohelénicos de los y las estudiantes que se acercan al curso, sino todo lo contrario: enmarcar lo más honestamente posible un camino que puede ser tan largo y cambiante como una vida. Ocurre que, si bien técnicamente “muerta” -en el sentido de que no hay hablantes nativos vivos- el griego clásico es una lengua viva debido al dinamismo permanente e ineludible de su semántica e, incluso, de su sintaxis. Esto hace que el sentido se escabulla permanentemente. Me atrevo a decir que no hay ni una palabra en griego clásico que se pueda traducir como “dog” por “perro”. Porque seléne, por ejemplo, se traduce siempre “luna”, pero ni remotamente significa lo mismo en griego clásico -geocentrista y divinizador de cuerpos celestes- y en castellano rioplatense -heliocentrista y generalmente laico-. De ahí que el principal desafío para traducir del griego clásico es que, con la excepción del conocimiento riguroso de la gramática y de ciertos comportamientos generalizables de la lengua, quien traduce tiene que poner mucho de sí, tiene que interpretar, tiene que decidir, tiene que poner en juego una visión de aquello que traduce. Aquella famosa frase de Novalis, “el verdadero traductor debe ser el poeta del poeta”, se aplica al griego en grado sumo. Y no importa que se trate de un texto filosófico, poético o histórico: podría poner varios ejemplos de casos en los que, según cómo se entienda tal o cual término o tal o cual sintaxis entre las posibles, Aristóteles habría dicho tal o cual cosa diferentes. El desafío, en concreto, es que antes de traducir un texto griego tenemos que tener alguna idea de qué dice o, mejor dicho, de qué queremos que diga en el marco de sus múltiples posibilidades. El rol del traductor es, pues, bien activo.
¿De qué hablamos cuando hablamos de traducir?
Hace un tiempo ya que estoy escribiendo un libro sobre la traducción como problema filosófico -no lingüístico o estrictamente traductológico, ejes ya abordados por verdaderos especialistas en la materia-. El título es La gramática del sol y se inspira en un verso del poeta ruso Velimir Khlébnikov: “¡Miren! ¡El sol obedece mi sintaxis!”. Porque, como ya explicó Ortega y Gasset hace más de ochenta años, solemos decir que “el sol se pone en el horizonte”, cuando el sol no se pone en ningún lado y el horizonte no es nada más que un concepto teórico o una ficción poética. Hablamos mal. Y, sin embargo, nos entendemos. Nunca completamente, pero nos entendemos. Creo que traducir es algo parecido, siempre y cuando se parta de la base de ese “nunca completamente”. Umberto Eco resumía la traducción como “decir casi lo mismo”, expresión que yo acompañaría con su complementaria: traducir es decir casi lo mismo a la vez que decir algo casi completamente diferente. La clave está en el “casi”, porque ahí está el terreno en el que el traductor debe traccionar, hacer sus aportes inflacionarios al texto original; ahí están esas zonas del texto en las podemos resaltar u ocultar tal o cual de los múltiples sentidos o matices disponibles. Frente a, por un lado, posicionamientos de corte universalista -deudores de la gramática generativa o de algún siglo XIX alemán- que traducen (o, al menos, eso creen) algo así como ‘El Significado de El Texto Original’ -totémico y aterrador-; y frente a, por otro lado, posicionamientos relativistas o monádicos según los cuales traducir es establecer un conjunto convencional y relativo de analogías aproximadas; frente a ambos extremos, creo que la pregunta “de qué hablamos cuando hablamos de traducir” podría ser reformulada: ¿de qué necesitamos hablar cuando hablamos de traducir aquí, en nuestro país? Y creo que lo que necesitamos es darle forma a nuestro propio universal -con perdón del oxímoron-, es decir: a cierta línea o forma de traducción que se adapte a nuestra lengua de la Argentina. Porque la última edición del diccionario publicado por la Academia Argentina de Letras se llama Diccionario de la Lengua de la Argentina. Esa Lengua de la Argentina no siempre está presente en nuestras traducciones. En el ámbito en el que me manejo yo, por ejemplo, casi no hay personajes en las traducciones argentinas de Platón o de tragedias que hablen de “vos” (la traducción de Claudia Mársico del Banquete para la editorial Miluno es una feliz excepción). Todos hablan el castellano de Castilla. ¿Cómo vamos a hacer de nuestra Lengua de la Argentina un vehículo de ciencia, de belleza y de verdad si quienes traducimos no le damos la palabra, si no le ponemos voz? Traducir es, entonces, domesticar un texto, pero en ninguno de los sentidos que da este verbo el diccionario de la RAE, sino en el sentido etimológico de hacer de una cosa algo propio del domus, de la casa, de la región. Emulando el título del famoso libro de Tulio Halperín Donghi de los años ochenta, Una nación para el desierto argentino, es hora de darle forma a una teoría de la traducción para la lengua argentina.
Esteban Bieda es doctor en Filosofía por la Universidad de Buenos Aires, investigador del CONICET y docente de Griego Clásico y de Filosofía Antigua en la UBA y en la UCES, donde también dirige la carrera de Filosofía. Es autor de diversos libros sobre literatura y filosofía clásica, entre los que se destacan Aristóteles y la tragedia (2008), Epicuro (2015), Platón y la voluntad (2021). Es co-autor de las obras teatrales Todos mis miedos y La vida breve. En 2019 hizo la adaptación y dramaturgia de Edipo rey junto a Cristina Banegas para su representación en el Teatro Nacional Cervantes.