Corrientes acuíferas
Lautaro Lamisovski nos presenta a Ailén Candela Salas, una jovencísima autora que, con una especial sensibilidad y melancolía, narra cómo una niña descubre que crecer es inevitablemente doloroso.
Una niña deambula por los pasillos de un colegio enorme con suerte impar, como si fuera una recién llegada, como si no supiera, todavía, que crecer es inevitablemente doloroso. Está a punto de conocer, en un espacio minúsculo, que las grandes tragedias, al fin de cuentas, se desatan sólo a partir de una mala interpretación. Ailén Candela Salas (Buenos Aires, 2005) narra con sensibilidad y melancolía una historia de aprendizaje, y nos permite espiar y comprobar, una vez más, que toda educación es anormal y que siempre enfrentamos al mundo tratando de mantenernos a flote en sus aguas turbulentas. (Lautaro Lamisovski)
Corrientes acuíferas
Subí las escaleras que daban al cuarto piso. Nadie. Como era la hora del almuerzo, pensé que pronto llegarían las demás pupilas a sacudir el pelo al aire como si fueran divas de televisión. Dejé la mochila en el piso y me asomé al aula. Nadie tampoco.
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Saqué mi libro, mojado esa mañana. Todavía sentía bronca por las gotas de café que manchaban las palabras como hipopótamos. Faltaban diez minutos para que empezara la próxima clase. La maestra Juliana daría su lección sobre hidrografía, los diferentes tipos de corrientes acuíferas y dónde se encontraban. Siempre hablaba de lo mismo. Se me hacía que desde principio de año veníamos viendo aguas subterráneas escondidas en los valles. Lo más divertido era ver sus distintas composiciones. Así, aunque sea, entendíamos a qué se referían cuando los grandes hablaban del “problema con el agua” y la contaminación. Entendíamos qué le pasaba al agua para estar como estaba. Lo peor, igual, era cuando nos hacía pasar al pizarrón y marcar las distintas corrientes en el planeta; si te equivocabas, las gotas de transpiración formaban surcos por tu piel y todos podían verlo, incluso ella. Dejé el libro sobre el banco y fui al baño.
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Entré a la primera puerta que encontré, y me encerré rápido. Tenía que apurarme si no quería que ninguna llegara antes y me encontrara ahí: era la rara en el baño nuevo. Cuando estaba por salir, escuché un par de voces; al lado, intuí la puerta abierta. Pensé que quizás lo mejor fuera esperar a salir cuando no hubiera nadie, pero como segundos después, las voces desaparecieron, creí que se habrían ido, y abrí la puerta con cuidado.
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Las caras de Camila y Triana se me aparecieron como fantasmas entre las cuatro paredes.
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Supuse que pasar rápido y caminar hasta las escaleras quizá me aseguraba una salida. Entonces fue cuando sentí el ruido que hacen las ojotas cuando se camina en la playa, pegoteándose a la arena mojada. Ese sonido a agua quebrada.
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El charco de agua ocupaba medio baño, pero Camila y Triana sólo vieron el agua bajo mis pies, y empezaron a reír. Salí bajándome la pollera, como si hiciera mucho frío, como si de verdad eso que estaba molestando al piso fuera pis, y no agua de una cañería que se había roto un jueves al mediodía.
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Para cuando llegué arriba, el aula entera ya sabía, en medio de la lección de hidrografía, que no sólo las corrientes son acuíferas, y que no todo sobre lo que caminamos es agua.