Cuando era chica le pedía a mi papá que me dictara. El ritual era así: yo agarraba un cuaderno y una lapicera de pluma y él me levantaba en el aire. Estiraba sus dedos índice, los calzaba debajo de mis axilas y me alzaba hasta hacerme aterrizar sobre la mesada de mármol. Era una forma de probar su fuerza. A veces, hasta me sacudía en el aire. Sos una plumita, me decía, y cuando terminaba con la pirueta pedía aplausos y hacía reverencias frente a un público invisible. Todavía no sabía que un día iba a volverme demasiado pesada y que cuando mi papá intentase levantarme le iba a dar un tirón. Que iba a volver a apoyarme en el piso al canto de pará pará pará y se iba a quedar todo el día con el cuerpo doblado hacia adelante, como una rama partida. Pero todavía no. Ahora quiero hablar de cuando las manos de mi papá eran grandes y fuertes y yo tenía los brazos y las piernas finitas como escarbadientes.
Él preparaba la salsa de tomate y, mientras revolvía o se limpiaba los dedos con el delantal, empezaba a tirar frases incompletas al aire. Había una vez. Una chica. Que se llamaba Azul. Yo cuidaba cada letra y ponía corazones en los puntos de las íes. Me gustaba que las historias empezaran con “había una vez”, porque me servía para practicar la H mayúscula. Escribir era eso, una perfo. Y yo, un instrumento para las historias de los demás.
Cuando mi papá estaba cansado y decía “no, hoy te toca escribir a vos, Manuelita”, yo me enojaba y me ponía tan nerviosa que me comía las uñas y saltaba salpicado yendo y viniendo por la casa hasta que rompía algo o me doblaba el tobillo. Entonces él también se ponía nervioso y decía “bueno, hija, está bien” o “había una vez una nena que se llamaba Manuela y era muy consentida” o “basta, andá a tu cuarto y aprendé a jugar sola”.
Con el tiempo, empecé a tomar más control sobre la historia. Ponía condiciones: tienen que aparecer un albañil y una casa de color amarillo. Lo interrumpía en la mitad del cuento y le decía “no, eso no, eso no me gusta”. Le criticaba los finales hasta que terminábamos discutiendo: “¿pero quién escribe el cuento? ¿Vos o yo?”
Una vez me contó una historia sobre una chica que había observado tanto a los animales que había aprendido a comunicarse con ellos, así que empecé a ir al zoológico todos los días. Llevaba un anotador, me sentaba en un banco en frente de las jirafas y anotaba cada vez que comían o tomaban agua. Cómo era el color de su lengua o qué hacían para espantar una mosca. Fue mi primer intento de convertirme en la protagonista de los cuentos de mi papá.
Hoy me resulta gracioso pensarlo así porque, a la distancia, con todo lo que vino después, esas pequeñas escenas me parecen señales. De que iba a terminar dedicándome a la escritura. De que, cuando finalmente me animase a ser yo la autora de los cuentos, mi papá se iba a enojar. De que mucho tiempo después se le iba a pasar y, sin decir nada, iba a venir a casa con una cajita dorada de metal con una pluma adentro. Iba a decir “no sabía si te gustaba más la tinta negra o la azul” y yo: “cualquiera está bien, gracias”.
Ver los hilos de mi propia historia me hace sentir poderosa, como si pudiese manejarla. Es una ilusión, ya lo sé, las cosas me duelen igual que a todos, pero intento controlar la narrativa de mi vida escribiendo cuentos o poemas y cuando se sale de control, entonces convierto esa tristeza en algo más largo, una novela o un word que voy engordando hasta que me canso y nunca vuelvo a leer. La escritura es algo inevitable que me acompaña y que aprendí a usar a mi favor, aunque todavía no pude descifrar si es un don o algún tipo de hechicería horrible.
De una misma escena puedo sacar varias historias. Del día que volví a ver a mi papá puedo decir, también, que mi hija se hizo caca y se le rebalsó el pañal y le dejó una mancha en el pantalón de gabardina que tenía forma de corazón. Puedo hablar de él diciéndome ¡mirá! ¡la forma! y que ese corazón de caca se convirtiera en la metáfora de una reconciliación divina. O también puedo usarla para hablar de un vínculo triste, enrarecido, melancólico.
Voy moldeando la realidad hasta darle una forma que me sirva para seguir viviendo, aceptar la realidad que me toca o vivir por un rato la que me hubiese gustado tener. Jugar a ser una nena que no necesita escribir para ser la protagonista de la vida de su papá. O un hombre que no puede amar a sus hijas y trata de rastrear los motivos en su infancia. A veces elijo matarlo a él con mis palabras y otras revivirlo y convertirlo en otro, distinto, más o menos parecido a mí. Con otras pasiones, arco vencido, lunares con relieve y marcas de nacimiento en la parte baja de la espalda.
Como sea, escribo. Todo el tiempo: cuando camino, cuando discuto, cuando duermo a mi hija, cuando espero mi turno en la verdulería. No necesito un teclado ni una pluma ni una bic. Los que me conocen se dan cuenta porque de pronto me cambia la cara. Aprieto los labios y dejo de escuchar cuando me hablan. Estoy quieta pero termino agotada. Cuando tengo la suerte de tener una computadora en frente, me encorvo tanto que se me tensa la cervical. Me sumerjo en el blanco brillante de la pantalla como una nadadora olímpica. A veces se me escapa una sonrisa, me divierto, siempre me divierto, esa es la ley. Cuando aparece algún tipo de angustia, sacudo la cabeza como las jirafas que veía de chica en el zoológico. Saco mi lengua larga y negra, las atrapo para tragarlas o las espanto como a moscas.
Esta noche, la historia empieza así: había una vez un hombre que no sabía qué pluma elegir. Estaba parado haciendo la fila en una librería chiquita en Madrid y miraba la hora cada treinta segundos porque se le hacía tarde para una cena. Igual frenó, sacó un número, esperó su turno y le dijo a la señora que lo atendió que era para un regalo. Ella dispuso las variedades sobre la mesa. Una Parker clásica, una alemana con detalles chapados en oro, otra estilográfica de punta ancha. Cada una tenía su caja. Tengo que llevar la más cara, pensó. Después vio que había otra no tan cara pero más antigua que tenía un encanto particular y cambió de opinión. Hacía tiempo que no estaba tan nervioso.
—Esa— señaló. Y pidió probarla.
Qué hermosura. Me llevo muchas imágenes y frases lindas :)
Creo que en tu caso la escritura es una hechicería poderosa.
¡¡Una belleza!! Me encantó. Espectacular lo de "corazón de caca", jaja. Y gran imagen eso de la abrstracción y la escritura en el aire. <3