Cuando me despierto. Cuando trabajo en otras cosas. Cuando manejo. Cuando escucho fragmentos de conversaciones al paso. Mientras cuelgo ropa limpia en el ténder. Cuando llevo a la plaza a Casildo. Picando cebolla para hacer una salsa bolognesa. Mientras me baño (en la ducha somos todos buenísimos). Cuando duermo. Todo el tiempo estoy pensando en escribir.
Escribo sin rumbo. Este texto, por ejemplo. Para saber lo que pienso sobre la tarea de acompañar a otras personas en sus procesos de escritura, necesito escribir. Es en este momento y no antes que aparece esta palabra –acompañar– que me sirve para definir lo que hago.
Para mí las ideas no son anteriores a la escritura. O son formaciones imprecisas que todavía no pueden llamarse ideas. Como las nubes antes de ser nubes.
Por definición, el lenguaje organiza el vaporoso magma de la mente en palabras. Ordena, articula, clasifica. Introduce las partículas en suspensión en la matriz del diccionario y la sintaxis. Supongo que la mayoría de la gente no necesita escribir para pensar. Me alivia saber que a muchos autores que admiro sí les pasa.
Joan Didion, por ejemplo: “Si mis credenciales hubieran estado en regla, nunca me habría convertido en escritora. Si hubiera sido bendecida con un acceso incluso limitado a mi propia mente, no habría habido razón para escribir. Escribo por completo para averiguar qué estoy pensando, qué estoy mirando, qué veo y qué significa”.
Juan Villoro lo dice parecido. Para él la mayor parte de los escritores no escriben porque sepan algo, sino para saberlo. También dice que “la expedición del autor de ficción transcurre en la página, sin mapas ni estrategia preconcebida”. Que “en la literatura lo más interesante es lo que no sabemos de antemano y solo surge en el acto de escribir”.
Pero vuelvo a mí. Es recién en el encadenamiento de palabras, frases, párrafos, que se me devela un sentido. Si acaso existe la posibilidad de que tenga alguna cosa para decir, algo parecido a una revelación, ella y yo nos vamos a encontrar en la página. La escritura es el molde de las nubes.
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Pensar en escribir no es sinónimo de escribir más ni mejor. Me gustaría, de hecho, que fuera al revés. Escribir, algún día, más y mejor, y el resto del tiempo tener la cabeza despejada como una persona normal que llega a su casa, deja la tarjeta magnética de la oficina en la entrada, cambia de tema.
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La escritura es una práctica solitaria. Marguerite Duras define la soledad de la escritura como un estado de salvajismo anterior a la vida. “El salvajismo de los bosques, tan antiguo como el tiempo”. Tal vez los talleres de escritura surgieron para contrapesar esa soledad. Ese silencio oscuro y primitivo.
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Nos metía adentro de las cajitas del análisis sintáctico, en el locus amoenus de una égloga de Garcilaso o entre los versos de un soneto de Góngora como quien invita a jugar a su casa y presta sus juguetes de colección. Nos hizo leer El Quijote, Amalia, el boom. Señalizó en neón la entrada al universo Borges. Nos llevó al teatro y nos hizo hacer teatro. Susana Batemarco es uno de esos nombres que anteceden a la persona como un viento. La conocía desde antes de conocerla porque en mi colegio era mítica. El primer día de tercer año entró a la clase y por una vez el Saquen una hoja no me hizo temblar, me hizo feliz: había que escribir.
Todo contrafáctico es incierto. Pero tengo la certeza de que a los diecisiete años no habría acertado en anotarme en Letras si no hubiera tenido cerca un modelo de experiencia gozosa de la literatura como el que encarnaba Susana.
Hace dos inviernos una enfermedad la emboscó con ferocidad. En una de las visitas que pude hacerle, le pregunté si quería que le leyera. ¿Quiere que le lea? tengo que haberle dicho –en todos estos años nunca dejamos de tratarnos de usted–. Su mesa de luz era un lío de remedios, fotos de nietos y pilas de libros. Agarré el que estaba arriba de todo y lo abrí donde Enrique, su marido, había dejado el señalador. Mientras leía, Susana sonreía con los ojos cerrados. Cada tanto me apretaba la mano para que hiciera una pausa y, en la media lengua esforzadísima en la que se había convertido su retórica, me aclaraba detalles de la trama y de los personajes. El libro era Vida y destino, de Vasily Grossman. Sabía que yo estaba perdida en la maraña de las genealogías rusas. Como siempre, quería que me quedara del lado de adentro del banquete.
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La ronda del taller recrea el fogón originario. Lo que hoy es escribir y leer, durante siglos fue narrar y escuchar. Algunas comodidades se sofisticaron. El cielo inmenso y estrellado perdió mística y ahora es un techo plano, suelo de los vecinos de arriba. Pero lo esencial persiste: el resplandor del fuego, lámpara, pantalla; la voz que cuenta la historia; la atención absoluta; las emociones traducidas a muecas ínfimas. El resto está en penumbras.
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Acompañar a otros en sus procesos de escritura se me figura como ese juego en el que dos equipos tiran de una soga. Un equipo es el de la motivación, el estímulo, la convicción en producir una masa crítica de caracteres que, sostenida en el tiempo, permita trabajar en otro nivel. El otro equipo se llama estilo o exigencia o tallado fino. Busca correr los estándares siempre un poco más allá. El juego tiene lugar en mi cabeza: bandos que tiran y aflojan y se descosen de la fuerza lanzando gritos guturales que escucho yo sola. A veces gana la camiseta del estímulo, a veces la del Vos podés más.
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Sabemos que los textos son urdimbres. Pero a la vez son arañas que tejen hilos de intimidad entre quienes los comparten. Hilos que se extienden, superponen y entrelazan hasta formar una trama. Y no tiene nada que ver si se escribe desde la imaginación o la experiencia, si primera o tercera persona y otras dicotomías absurdas. (Además, qué cuento chino que convertir la complejidad de la vida en oraciones con sujeto y predicado no sea obra de la imaginación). Un taller de escritura es una trama viva.
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De las tertulias actuales participan, de mayor a menor, Félix, Pellegrino, Dante. Entre los tres, suman dos años y poco. Hace un mes, en Madrid, nació Julián; salvo el primer martes de su vida, puras asistencias al taller.
Acerca de sus madres: semana a semana las veo generar un registro único. Embarazo. Alumbramiento. Puerperio. Siglo XXI y maternidad. Maternidad y vida profesional. La maternidad expatriada. Etcétera. ¿Apuntes para futura literatura blanda? Es posible. Como el cuerpo, que cambia de forma para volverse matrioska y contener a alguien más, la escritura de la maternidad dibuja la plasticidad de lo orgánico, las contorsiones del día a día y noche a noche, la curva del signo de interrogación en torno del misterio luminoso de la vida.
Acerca de ellos: desde las aguas termales de la panza o incluso antes, cuando eran gametas y sueños, fueron testigos de la inspiración materna. Después, sus oídos a estrenar escucharon de metáforas, fluir de conciencia, icebergs, verso libre. No digo que vayan a ser escritores. Qué pavada. Pero la idea de que esa música funcional pase de largo me resulta inverosímil. Si tuviera una bola de cristal, pediría vislumbrar la relación entre estos muchachitos y las palabras.
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Los años en los que tuve a mis hijas fueron los menos fértiles en términos literarios. Nació la primera y seguí trabajando; manejaba mis horarios. La segunda, y la demanda laboral se había multiplicado. Pero el pico recién llegaría con la tercera. Hacía cierres editoriales desde el piso, entre piezas de un memotest de animales y ropita de muñecas. Tomaba nota con clientes al teléfono siempre con alguna en brazos. Dormía menos de lo saludable y un poco me vanagloriaba de mi vida freelancer que me permitía estar siempre. Naturalizaba la falta de licencias pagas y demás excentricidades de la vida en relación de dependencia. Mi disco rayado decía que yo había elegido otra cosa. Casi no tenía tiempo para leer y mi trabajo era escribir; hacerlo por placer estaba fuera de agenda.
Tener un recuerdo vívido de lo exigente que fue esa época no impide que me reproche no haber capturado la crianza en palabras. Me faltaron reflejos. El archivo en la memoria y en la piel, el libro interior, diría Proust en el séptimo tomo de En busca del tiempo perdido, existe. Pero tengo en proceso esta hipótesis medio impresionista: el diario íntimo es a la escritura lo que el boceto de modelo natural a una pintura. La materia prima para la creación no es tanto lo real como las impresiones que las cosas nos provocan, llevadas al lenguaje (el lenguaje que sea). Para fijar la experiencia me es imprescindible escribirla. Y hay un capítulo esencial de mi vida del que, salvo algunos apuntes dispersos entre libretas y Facebook, falta el borrador.
A propósito: en su precioso Autorretrato en el estudio, dice Giorgio Agamben que “el secreto de un escritor reside en el espacio en blanco que separa a las libretas del libro”. También asegura que las anotaciones y el texto final no son opuestos. Que de alguna manera la obra acabada sigue siendo fragmento y búsqueda.
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En un taller tiene lugar una serie de pactos. El pacto de ficción. El pacto constructivo –siempre el comentario que suma, nunca el que demuele por deporte o busca el brillo propio–. El pacto de sigilo: lo que sucede en Las Vegas…. Como en casi todas las relaciones que importan, se trata de acuerdos tácitos. Y es paradójico porque vengo hablando de lo que se sella en letra, pero tal vez sea precisamente ese carácter implícito lo que los vuelve sagrados.
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Si no es escribiendo, será leyendo. La lectura es el interruptor más poderoso que conozco para activar circuitos. Es como si encendiera cables que conectan puntos y dispositivos mentales. Leer me ayuda a pensar. El texto ajeno genera una respuesta que no hubiese existido sin el estímulo. Y en esa configuración gregaria que traemos los humanos, creo que esta es otra forma de necesitar al otro.
Entonces, una vez más preciso de los poderes fijadores de la escritura. La tinta para subrayar o anotar en el margen la semilla de un pensamiento propio. Desde hace un tiempo, en vez de lápiz uso birome. Me gusta, cuando releo, ir cambiando de color. Dejar trazada en los blancos de la página la cartografía de mis comprensiones.
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Hay algo elusivo en la escritura. No sé si elusivo es la palabra. Lo que quiero decir es que cuando una escribe, hay algo que se escurre. Que se desliza hacia delante como el agüita sobre el asfalto en la ruta.
Supongo que esta fuga no es ajena al desajuste inevitable entre las palabras y las cosas. Ese espacio vacío entre el mundo y su representación que se expresa desde la unidad mínima del lenguaje y que los lingüistas llaman arbitrariedad del signo (no hay nada en el significante rosa que guarde relación con el significado rosa, con la idea de una rosa). Para los que escribimos, este hiato es garantía de desasosiego.
No es la única decepción al acecho. Está también la distancia entre lo que una cree que podría hacer y lo que en verdad resulta cuando lo lleva a cabo. Siento que tampoco en esta estoy sola. En su memoir Despojos Rachel Cusk, diosa de la agudeza, lo ilustra hablando sobre algo tan prosaico como una torta: “La concebí con un toque imaginativo que se me fue de las manos, sin pararme a pensar debidamente en el trabajo que exigía darle vida. Mi visión —tres pisos diferentes de limón, chocolate y vainilla— se disoció de mi capacidad. Recuerdo lo fácil que era imaginar de pequeña y lo difícil que era crear: la diferencia entre lo que podía concebir y lo que verdaderamente podía hacer me llenaba de perplejidad”.
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El otro día cuando comentaba el texto de una de sus compañeras, un alumno habló de la teología negativa. Nadie más conocía el concepto. La teología negativa trata de cómo las palabras no alcanzan para definir a Dios, nos explicó él, que es rabino. ¿Solo a Dios?, pensé.
Las obsesiones vuelven a nosotros bajo las formas más inesperadas.
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Perplejidad. Qué palabra estupenda.
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De pronto somos un consejo de escolásticos enfrascados en si la digresión conviene o distrae, si la línea de tiempo tiene que ir entera o rota, si la expresión es compatible con el registro de habla del personaje, si con o sin adverbio. Como si en esas disquisiciones se jugara el destino de la especie.
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Leo lo que escribí más arriba y reafirmo que el desacople entre el lenguaje y el mundo es causal de una melancolía crónica. Pero también es cierto que si escribo es porque tengo un atisbo de fe en la capacidad de las palabras para dar cuenta de la experiencia. Para sacar afuera diálogos posibles o recrear escenas de las que solo guardo sensaciones.
El olor amarillo de la cocina de la casa de mis abuelos. La mirada absorta en una bandada de chicos corriendo atrás de una pelota en campo abierto con el telón de fondo del último sol. El ruido crocante de pisadas en un sendero de las islas. Los caireles de polvito plateado entre las hojas de un sauce, una tarde de verano en una quinta de Buenos Aires.
Autores mencionados
Giorgio Agamben: Autorretrato en el estudio
Joan Didion: “Por qué escribo” en Lo que quiero decir
Marguerite Duras: Escribir
Rachel Cusk: Despojos. Sobre el matrimonio y la separación
Marcel Proust: En busca del tiempo perdido. El tiempo recobrado
Juan Villoro: Mente y escritura / La pasión y la condena
No podes ser más genia.
Me llevo algunas ideas y esto que adoré:
“El archivo en la memoria y en la piel, el libro interior, diría Proust en el séptimo tomo de En busca del tiempo perdido, existe. *Pero tengo en proceso esta hipótesis medio impresionista: el diario íntimo es a la escritura lo que el boceto de modelo natural a una pintura. La materia prima para la creación no es tanto lo real como las impresiones que las cosas nos provocan, llevadas al lenguaje (el lenguaje que sea).*
Para fijar la experiencia me es imprescindible escribirla. Y hay un capítulo esencial de mi vida del que, salvo algunos apuntes dispersos entre libretas y Facebook, falta el borrador.”
Gracias por compartir tu escritura 🌷
Si tuviera que elegir entre leer a Sol y ser alumna en su taller, sería épica la lucha entre ambas opciones y, después de varios capítulos, la historia terminaría con un final abierto.
Te admiro!