Anudados de una forma diferente
Esteban Serrano ve en el dibujo el dolor que hace evidente la piedra en el zapato. Para escribir la casa primero hay que ventilarla de pensamientos y dibujar es, para él, un ventilador supersónico.
Dibujo como loco todo el tiempo y si no lo dibujo no lo entiendo. Si voy a una conferencia, si leo un libro, si me fanatizo con una película, si paso un fin de semana con amigos o si estoy en una reunión de trabajo donde me hacen un pedido específico, necesito articular una serie de garabatos que más tarde reveo y me permiten entender qué pasó y así seguir adelante. Esos dibujos capturan algo del acontecimiento al que mi experiencia no tiene acceso a través de la memoria o la palabra escrita.
Entonces se me ocurre decir en voz alta que para escribir con la puntería de Guillermo Tell puede ser muy útil dibujar antes. Ese es mi consejo. Hasta hace unos meses era una hipótesis. Ahora es un hecho comprobado con ejemplos y conejillos de indias.
Nuestras historias están llenas de palabras que conocemos de arriba a abajo y dibujar es una manera de engañar a esas palabras con la verdad vista desde otro lugar. Cuando dibujamos miramos diferente, miramos por arriba de los párrafos y los símbolos que cubren todo. El que dibuja está obligado a analizar lo que ve como si fuera nuevo. Como si cada cosa por dibujar estuviera recién inventada. Después tiene que comprenderla y transformarla con una secuencia de trazos en algo para compartir.
Porque creo que estamos enfermos de palabras veo en el dibujo el dolor que hace evidente la piedra en el zapato. Ese dolor nos distrae y nos obliga a frenar la marcha, resolver la incomodidad, y curar de pensamientos viciados lo que queremos contar. Para contar la casa primero hay que ventilarla de pensamientos y dibujar es un ventilador supersónico.
Hace un tiempo dimos una charla con Lula en el colegio de nuestros hijos que además fue nuestro colegio; escribir sobre esta coincidencia ameritaría muchos más caracteres de los que tengo a disposición, dejémosla pasar. La charla fue sobre las implicancias del arte en nuestra vida en el marco de unas jornadas sobre creatividad y vocaciones. Lula es pintora y yo soy diseñador gráfico e ilustrador. Si bien no me considero un artista, acepté halagado el error. Doscientos chicos y chicas nos escucharon pacientes, conectados, con wifi, granos, nueces de Adán, voces chillonas, hormonas, cuerpos deformados o ya formados y en pausa. Proyectamos un powerpoint con los diez momentos más significativos del arte de nuestra vida dibujados. Lula los suyos, yo los míos. Uno describía un dibujo; el otro, otro. Como en una conversación cronometrada les ofrecimos un debate presidencial con el cariño y el hartazgo de la vida en común. Salió bastante bien. A la charla le pusimos de título "Una cadena de nodos". Un nodo según la RAE es cada uno de los puntos de un cuerpo vibrante que permanecen fijos.
Cuando terminamos la presentación dijimos muchas gracias y los aplausos nos tranquilizaron, las profesoras de artes plásticas hacían si si con la cabeza y Juan -profesor de música, ex-alumno y ex-compañero de fútbol- me guiñó el ojo. Desde el fondo del SUM vimos como Fran, nuestro hijo, nos levantaba el pulgar y Fran no regala pulgares arriba. Un grupo de alumnas nos rodeó con preguntas sobre universidades. A Lula le ofrecieron, al pasar, un puesto de docente, que rechazó con una sonrisa y la seguridad de que la endogamia tiene un límite sobre todo si el sueldo no es despampanante.
Con el subidón del éxito conversamos entre nosotros sobre transformar lo que habíamos vivido esa mañana en un taller o algo parecido. No fue la charla lo que se convirtió en un taller sino el proceso de construirla. El método. Dibujar para poder contar. Que fue ni más ni menos lo que habíamos hecho.
Después de compartir con los chicos los puntos dibujados, puntos que por otro lado cada uno de nosotros ya había repasado mil veces en distintas terapias, clásicas o alternativas, con amigos, familiares, en asados, en iglesias y encuentros fraternos, me di cuenta de que ahora estaban anudados de una forma diferente. Eran otra cosa. Lo conocido movía la cola lleno de palabras nuevas. Alguna brujería se había ejecutado adelante de nuestras narices.
Cuando dibujo se abren dos dimensiones. La dimensión del dibujo que me ancla en el momento del presente, la presión del marcador sobre la hoja, la línea negra que es como un gusano que se desenrolla, el hecho de mirar lo que está afuera y ver a la vez el sentido que aparece, en forma de persona, de perro, de pata de una mesa, en el papel. Y al mismo tiempo mi cabeza, que pierde el control de lo que pasa, abandona el modo carcelero y se va de gira. O no sé qué pero algo hace, eso seguro.
Lo que aprendí, la razón de este texto, son todos esos dibujos, enfrentados, dialogando uno al lado del otro, o uno arriba del otro, formando una historia que es la misma historia de siempre pero que no es la misma, hecha de cosas concretas, llena de argumento pero vacía de explicaciones. La historia de siempre desmembrada en una mesa de operaciones amorosa. Pero la verdadera novedad es que tengo la sospecha de que el dibujo no responde a la lógica del tiempo, como si en el dibujo estuvieran todos los tiempos, el chico que cuenta en el árbol en las escondidas pero que en lugar de contar hasta cien cuenta para siempre pero sin pasarse de cien. En un trazo, sin adjetivos ni juicios controlados, podemos viajar a donde sea, a cualquier experiencia, a una sola o a varias superpuestas y volver como después de un sueño largo con la sensación de que contar lo viejo puede ser totalmente nuevo.