Amistad con el diablo
Mateo Mórtola nos trae a Francisco Fia, que con crudeza desarma en oraciones precisas e imágenes poéticas una amistad enroscada e increíblemente real.
Llegué a Barcelona hace un mes, un lunes a la madrugada, tras 48 horas de viaje, una valija perdida y un laberinto de trámites y burocracia por resolver. El miércoles era mi primer día de taller con un grupo nuevo, ya que pasé de presencial a virtual. El primer texto que leímos, mi bautismo con el grupo de los miércoles, fue este de Francisco Fia, un jovencísimo autor que nació en el 2005, está en el anteúltimo año del secundario, es de San Justo y empezó a escribir hace poco más de un año, después de leer a Enríquez y Schweblin. Quedamos todos boquiabiertos ante su texto, un perfil sobre un frienemy: un amigo que amo y odio en simultáneo, que puede destruirme y darle sentido a lo que pienso y siento, que lo conozco como a nadie y no logro descifrar. En su versión del frienemy, Francisco desarrolla con parsimonia y precisión estoica –pero también con destellos de una poesía sumamente visual y sensible– a M, un personaje aterrador y cínico que vive una absoluta vulnerabilidad y que ya está destruido en la época donde todo se forma y se construye: la adolescencia. (Mateo Mórtola).
Amistad con el Diablo
Éramos amigos y después no sé qué más pasó. M se puso malhumorado con el tiempo. Le encantaba fingir y a mi me salía pésimo. M era mi amigo de a ratos y después se olvidaba. Me gritaba. Éramos buenos amigos. Me empujaba en los pasillos, no lo suficiente para derribarme, pero sí para odiarme. Me pedía mis juguetes y después nunca me los devolvía. Yo insistía pero M me callaba. Yo no lo odiaba. Yo me tensionaba, como un hilito de jean que cada vez se deshilacha más. Un poco me gustaba su sonrisa. M tenía unos ojos de sonrisa diabólica que marcaban territorio. Tenía un carácter distinto y mal que mal siempre mal. M tenía el pelo rabioso, que lo guardo hasta ahora en mí. M era mi amigo y yo el suyo: lo suyo era todo de él. M tenía nombre. M me guardaba como una cajita feliz. Me envenenó y un día en el patio lancé una pelota que pegó en su cabeza. M me siguió hablando con una distancia cercana a mi terror. Temía que me pegara. M nunca me pegó pero la amenaza estaba. A sus otros amigos les decía negro o mogólico, porque así apuntaba siempre. Yo era el amigo más cercano de M y nunca me invitó a su casa. M me agarraba la cabeza con violencia y me la rascaba hasta dejarme calor.
M siempre hacía preguntas raras. Cómo hicieron mis papás para parirme, si pensaba constantemente en mi pito, si dejaría que me tocaran el culo, si las cosas que hacía eran de pelotudo –y ponía insultos peores para decirlo–, si alguna vez me habían pegado, si ya me había masturbado y en qué pensaba cuando lo hacía. M me gritaba y reía. M se saturaba enseguida. M tenía madre y no padre. Su mamá era muy joven. Lo echaron tres veces del primario. M se la pasaba con hielo o en la preceptoría. Se rumoreaba que M hacía cosas zarpadas en el fondo del aula con una chica fea. M se juntaba con otras letras, pero nadie se asimilaba a su individualidad. M me caminaba y hablaba, de lo que le pasaba, de sus cosas, sus injurias, sus lamentos, sus problemas, sus deseos, sus emes.
M se enamoraba de las más grandes; a mi nunca me gustó nadie. Yo estaba con M, atrapado. M sabía jugar al fútbol. M era varón y le encantaba. Yo estaba tensionado: en el fútbol o el voley, en el pupitre con mujeres, en el baño escuchando chistes desagradables, en el mingitorio con los pitos a la vista. A M le encantaba mostrar su pito. M jodía con sus supuestas salidas. Jodía con las chicas. M siempre relajado, hasta para violentarse. M era su propio papá, el que le faltaba. M me contaba que su papá lo había abandonado y se había hecho cura. M era católico: iba a la iglesia, rezaba, ayudaba al cura en la misa.
En el baño, yo hacía pis en un inodoro con puerta y M me hablaba desde el otro lado. Me amenazaba con entrar con que se iba a meter y me iba a ver. M me preguntaba si estaba cagando porque escuchaba el pis y le parecía un maricón. Él nunca hacía pis en los inodoros porque le gustaba hablar y carcajear con el pecho para afuera, bien mostrando lo que podía hacer. M era un hijo de puta en esa época y yo me lamentaba. Tuvo una novia con la que se histeriqueaban y yo les hacía de paloma mensajera para los cortes y las vueltas. A veces se tocaban en los recreos y a mí me incomodaba. M era caprichoso. M siempre me pedía de ir al quiosco y comprarle algo. M siempre volvía a nuestro colegio porque el vicedirector era el padrino de su hermano. Lo sigue siendo.
Cuando nació el hermano de M, él me lo mostraba todo el tiempo. Tenía una criatura en su casa. Yo me alejé y tuve una nueva amiga. M nos molestaba a los dos. A ella por gorda y a mi por marica. Por primera vez hablé con él y era un descampado. M se mostraba constante con nosotros. Nos llamaba novios. Los novios. Una vez le dijeron que eramos novios falsamente y M se quedó callado. M nos odiaba. M estaba celoso. Después yo extrañé su falta de querer, su tanto odio. Le pregunté por qué se alejó en la secundaria y por qué dejó de molestarme. Después eran otros los chicos molestos, pero yo quería que fuera M. No supe nunca por qué se aisló del tema. Lo quería como al diablo. Tenía una mirada desafiante y atractiva de querer que te odie. Después comprendí que M era un enfermo de mierda. Realmente lo odié y supe que el amor vive al lado del odio. Se me puso en contra. Como un palito con el que tropezás. En la secundaria, de grande, se puso más flaco y alto y con una postura de jorobado. Fumaba constantemente en la puerta de la escuela, todos decían que lo encontraban en los boliches, por las esquinas, drogándose. A mi me decepcionó un poco. La vida le regaló una linda adicción. A la madre nunca le importó porque era tonta.
M me encanta así, drogadicto y flojito. Envejeció rápido. Nunca más se fue del colegio, lo terminaron aceptando por órdenes de la psicopedagoga. A veces me saluda, como si nada. No le pesa, no se tensa. Yo estoy bien, pero necesito pegar un par de trompadas para descongestionar todo esto. ¡Qué Violento Se Puso Todo!. Es adictivo el maltrato. Ahora no me sale llorar. Estoy en un sufragio conmigo mismo, quiero saber qué hacer con toda esta agua. A veces sueño que el colegio se inunda, que sale agua por las ventanas del segundo piso y los árboles se machacan de tanto riego. El agua se lleva los marcos de las ventanas y se me caen encima, me golpean la cabeza, como lo hacía M. Me entra agua por la boca, las orejas y todos mis orificios, y llega a inundarme los intestinos. También se machacan. Debajo de la corriente me largo a llorar y son solo unas gotas más del inunde. Mi llanto se hace imperceptible y corto: a partir de ahí no puedo llorar más. Ese es, a veces, el punto de fuga para salir de ese mal sueño en el que me encuentro. Otras veces me entero que M me nombra. Pasan cosas que me pertenecen, como peces en el río, e intento agarrarlas pero no lo logro. Se me pierde la rabia también. Quisiera retroceder el tiempo, cambiar nuestras actitudes y que esta vez nos dure un poco. Ahora mismo estoy caminando por la orilla del colegio inundado. Es con caracoles y arena suave. La espuma me sala los pies. Ya no pienso en M, pero sí lo recuerdo. Como algo más. Antes de desahogarme del todo, me daba miedo que volviera a pasar y no saber qué hacer. Ahora ya no pienso en eso, porque si vuelve a pasar no va a importarme. Sólo pienso en la arena y me guardo.
Magistral, tiene la esencia de los grandes cuentos y de los grandes cuentistas!
Qué maravilla Francisco. Amé.